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21/3/12

El llanto de la primavera





Los políticos salpicaron el invierno con el cieno de las batallas orquestadas por las normas para obtener el poder. Y el invierno sesteó. Incumplió sus deberes, dejó los campos resecos y una amenaza de ruina, como un político inane que no cumple su función.

Y llegó la primavera. Los políticos seguían en campaña, en unos casos inminente, en otros en puertas,  desplegando sus mejores galas para seducir a los votantes.

Y la primavera aplicó un plan inmediato para corregir la desidia del invierno. Se envolvió en nieve y lloró sobre los campos gotas vivificadoras, nieves purificadoras. Conocedora de sus límites, ignora si tiene capacidad para paliar el desastre que dejó tras sí el invierno; pero no manda en sus lluvias ni en las nieves.

La primavera llegó así: con el corazón helado y el llanto desatado, consternada por la visión de una humanidad que reedita la barbarie. Esos niños, ese padre, esos soldados. No estaban en un territorio azotado por la guerra en el que la rutina es matar y morir. No habían hecho daño, no existía ninguna razón para que sus vidas estuvieran amenazadas.

La primavera se heló al constatar que, una vez más, el ser humano sucumbía a una locura muy vieja: erigirse en la calidad de un dios menor que, como los mayores, es dueño de otorgar la posesión del alma a su antojo y disponer de la vida y la muerte bajo el dictado de su vesania, eligiendo al diferente como presa a abatir sin ningún remordimiento; porque la diferencia elegida priva a la víctima de alma, le arrebata la condición humana y, a sus ojos, no vale más que el ciervo que abate el cazador.

Y la primavera, ante esa barbarie, imprecó en vano la condición masculina: El tótem de la tribu cuyo papel es proteger al débil, salvaguardar la armonía de la tribu considerando la vida de todos sus miembros como un bien superior.

La primavera clamó por el padre, por los niños, por los soldados. Les llamó por su nombre y no respondieron.

La primavera clamó por la moralidad y tropezó con políticos en campaña que, tras arruinar a sus conciudadanos, dilapidar sus recursos y sumirles en la miseria y la ignominia, aún se atrevían a erigirse como defensores de la patria y adalides de su prosperidad, repitiendo los patrones del asesino anónimo que elige un enemigo y programa su exterminio por el simple hecho de pertenecer a una etnia o una comunidad concreta.

El corazón de la primavera que llegaba se heló. Lloró ante tanta maldad, tanta violencia, tanta inmoralidad y el campo recibió su dolor en forma de lluvias y nieve. 

El daño estaba hecho, nada podía cambiar la secuencia de sucesos; pero, una vez más, la tragedia de un momento, deriva en una inesperada bendición para otros y el llanto de la primavera con el corazón helado, es un manto que palia la angustia del campesino abocado a la ruina.