19/4/11

Cuentos de hadas y cuentos tártaros







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Aterrizamos en el aeropuerto de Helsinki una mañana, a finales de agosto. La oportunidad de pasar unos días en ese lugar mágico, mítico, donde tenía su castillo de hielo la Reina de las Nievesera la materialización de un sueño. Mis lecturas infantiles me hacían imaginar el país como un lugar virgen de naturaleza salvaje y brava, en lucha con las nieves eternas. Una enamorada de los árboles, no veía el momento de contemplar los milenarios bosques que imaginaba en un mundo en el que la naturaleza y el desarrollo se unían en una armonía perfecta.

La realidad es que no vi esos bosques. Vi muchos, es cierto; pero no los que esperaba. Todo lo que veía eran bosques cultivados, en los que los árboles se alineaban con una armonía y precisión que nunca se da en una masa forestal natural. Además todos eran ejemplares jóvenes. Había que recurrir a la ciudad para ver ejemplares más viejos; porque una de las principales fuentes de ingresos de Finlandia es la madera. Árbol que cortan, árbol que reponen. 

Ya tenía previsto que pese a la época, haría frío; pero no fue suficiente mi previsión. Tuve que reforzar en las tiendas locales mi vestuario, para afrontar las temperaturas del lugar de modo confortable.

Comí carne de reno y descubrí un mundo diferente, en el que todo está en perfecto orden, como los árboles de sus bosques. Todo está limpio, aunque no vi un barrendero ni una máquina del servicio de limpieza de las calles. En las autopistas finlandesas el límite de velocidad está establecido en ciento veinte (120) km/h. Nadie lo infringe, con lo que, en hora punta, los coches circulan en una caravana fluida en la que no se oye sonar un claxon.

Tampoco ves policías por las calles; pero hay una normativa muy estricta para el aparcamiento, las plazas están señaladas; pero si eres extranjero, no es fácil dar con el sitio preciso en el que puedes dejar tu coche. Si te equivocas, no dudes de que encontrarás una multa en el parabrisas de tu coche cuando vuelvas a recogerlo.

El visitante expectante empezará por sentir fascinación por ese orden perfecto en todos los aspectos, por el encanto de esos restaurantes con iluminación tenue donde te ofrecen exquisitas recetas, descubres que el reno es una de las carnes habituales en las cartas; ves que, pese a que puede reunir cincuenta o sesenta comensales el salón siempre ambientado por un fondo musical tan tenue como las luces, siempre se escucha la melodía con facilidad; porque las animadas charlas de los comensales se desarrollan en voz baja. 

Poco a poco, esa fascinación adquirirá un punto de agobio. Tanta perfección y pulcritud en todos los órdenes, tanta organización en todos los terrenos, acaba siendo tan opresiva como la eclosión colorista que decora los interiores: rojos violentos, naranjas, fucsias, azules y verdes rabiosos, eléctricos, combinados con revestimientos metálicos de intenso brillo dorado o plateado, profusión de cristal, espejos..., acaban resultando abrumadores.

Todo cambia cuando descubres que a las cinco de la tarde es noche cerrada pese a que no acabó el verano y en invierno las horas de luz son muy breves; cuando te enteras de que en pleno invierno, en el sur, la temperatura alcanza en el sur veinticinco grados bajo cero y cuarenta en el norte, que las regiones del sur están cubiertas de nieve cuatro meses al año y las del norte siete.

Los vientos causan grandes variaciones en cualquier estación. En pleno invierno, el sur puede pasar de veinticinco bajo cero a diez sobre cero en cualquier momento. En verano una tormenta de viento polar puede causar el fenómeno inverso. Por eso, la agricultura, salvo la silvicultura, que es extensiva, se reduce a una producción de supervivencia, siempre amenazada por el viento polar. 

En estas condiciones tan adversas, las sociedades solo pueden sobrevivir con una organización férrea en la que cada vecino es responsable, no solo de que él mismo y su familia dispongan de todo lo que necesitan para superar el invierno sin dificultades, sino que lo son también de que el conjunto de la comunidad esté en condiciones de afrontar cualquier contingencia: desde librar de nieve los caminos y las calles, hasta poner neumáticos de nieve en sus vehículos en cuanto llega el invierno, para que nadie corra riesgo de sufrir un accidente porque no llevaba las gomas adecuadas y patinó en la nieve.



Vista de la ciudad de Helsinki en verano. (Wikipedia)


Esta larga introducción es clave para entender mi asombro al leer en toda la prensa en el día de hoy que en Finlandia ha triunfado la «extrema derecha». Da igual el periódico que abras, todos etiquetan de ese modo al partido «Auténticos Finlandeses» que se ha situado como la tercera fuerza política del país. No puedo imaginar en ese marco sociológico una mentalidad de «extrema derecha».

Les ruego que abran el enlace que figura bajo las fotos de la cabecera de la entrada. La lectura de la información de la Wikipedia sobre Finlandia arroja datos muy importantes.

«Auténticos Finlandeses» es una formación liderada por Timo Soini, sociólogo, católico en un partido integrado por una mayoría de luteranos, de cuarenta y ocho años de edad, eurodiputado (ojo a este dato) que se niega a apoyar los rescates de los países del sur. 

Estas fueron sus palabras durante la campaña: «Los nórdicos no podemos financiar las fiestas de los europeos del sur. Nuestro Gobierno firmó un enorme préstamo para Grecia y nos dijo que con esto el euro está salvado. Después vino Irlanda, y Portugal... Nos dijeron durante tres meses que Portugal resistía. Ya lo vemos. Ahora nos dicen que no hay alternativa. La alternativa es no pagar la buena vida de otros».

La población de Finlandia, según los datos de 2009, es de cinco millones trescientos mil habitantes. Su sistema político está diseñado para que ningún partido alcance la mayoría absoluta, con lo que siempre gobernará una coalición. Esos cinco millones de habitantes han generado una economía floreciente, a la cabeza de los países desarrollados (décimo puesto), basada en la exportación de madera, los metales, la ingeniería electrónica y de telecomunicaciones (Nokia, por ejemplo) y el diseño. 

Hay que destacar que estamos ante uno de los países con el índice más bajo de corrupción. Allí este problema apenas existe; porque el propio sistema político lo impide. 

Me parece que Timo Soini tiene más razón que un santo y está cargado de motivos para sostener su postura. Ellos, luchando contra los elementos, han logrado construir un país rico, floreciente, muy competitivo, con un alto grado de «estado de bienestar».

Es comprensible que cualquier miembro de un país en el que la corrupción no existe, en el que el sentido de responsabilidad se mama desde la cuna, ponga patas contra pared en los rescates de países corruptos, irresponsables e incapaces. Es normal que, tal como declaró, considere que «la Unión Europea ha fracasado y que es necesario gestionarla mejor». ¡Ojo! No propone dar marcha atrás, solo gestionarla mejor. 

¿Está justificado el volumen de funcionarios que acumula la UE? ¿Podemos permitirnos pagar los espléndidos sueldos de funcionarios y representantes de los países en el Parlamento Europeo? ¿Existe equilibrio entre el coste de las instituciones europeas y el beneficio que nos proporcionan? No es necesario recordar la reciente información sobre las trampas de los eurodiputados para cobrar dietas fraudulentas o la polémica sobre los viajes en clase preferente. La Unión Europea es otra Administración mastodóntica que consume cantidades ingentes de recursos aportados por los estados miembros sin ofrecer resultados, no ya relevantes, nos conformamos con apreciables. La crisis del norte de África ha puesto en evidencia lo inútiles que resultan los órganos de nuestra flamante UE.

Si la exigencia de un partido de que no sean los países más florecientes los que paguen los desmanes de los irresponsables y que se gestione mejor, con más rigor y eficacia el presupuesto (y, por ende, las instituciones de la UE), les convierte en ultraderechistas, yo quiero muchos ultraderechistas en las instituciones: gentes que se niegan a templar gaitas y mostrarse complacientes con la corrupción, la incuria, la irresponsabilidad en el manejo de los fondos públicos y el gobierno de las naciones. 

Quiero gente en las instituciones que defienda lo suyo, que se niegue a entregar un gran bocado de lo que han obtenido con su esfuerzo para ayudar a quienes pasan apuros, no porque se ha abatido una gran desgracia sobre ellos; sino a quienes persiguieron con empeño su ruina votando a incompetentes, tolerando la corrupción, el vapuleo del ordenamiento jurídico, empezando por la Constitución, exigiendo que se gestionen con el mayor rigor las instituciones europeas; para que alcancen el máximo de eficiencia al menor coste posible.

Es posible que haya motivos para desconfiar de este individuo; pero por lo que cuenta la prensa, todas las tachas que le oponen son una muestra de sentido común, sensatez, respeto a sus conciudadanos y búsqueda de la excelencia para todas las instituciones, aunque para lograrlo haya que dejar que alguien aprenda una lección muy dura. 

Creo que es bueno que todos los que hemos cometido graves errores, actuado con irresponsabilidad y antepuesto la ideología al interés general, aprendamos que esas cosas tienen un precio y lo pagaremos; porque los que cumplen sus deberes se van a negar a tirar el dinero que han ahorrado en políticas que no dan resultados positivos, ponen en peligro la economía de todos y aún se resisten a adoptar las medidas necesarias para crear el marco que ha llevado al éxito a los países más ricos.



1 comentario:

Neo... dijo...

Chapeau, Carmen. Me quito el sombrero ante este estupendo análisis de Finlandia.