Coche de Google Street View
Esta noche comienzo a escribir sin tener muy clara la línea de desarrollo del tema. Así que voy a ir paso a paso, dejando que sea el teclado el que marque el desarrollo.
Todo empezó con la lectura de la noticia del contenido de la sentencia de un juez suizo que obliga a Google a borrar «a mano» los rostros de las personas que puedan ser fotografiadas por las cámaras de Street View.
Hace pocos días, fui testigo de una escena: Unos hijos le mostraban a su madre en la pantalla de su ordenador la casa en la que habían vivido en otro continente durante unos años. Para ella fue emocionante, tanto como para ellos, poder hacer esa visita virtual, recorrer la calle que transitaron durante decenas de años, comprobar los cambios y descubrir, por fin, su casa. Constituyó una suerte de milagro que desencadenó una catarata de recuerdos olvidados que les condujeron a un gozoso retorno al pasado.
Vino a continuación el recuerdo del robo de datos de redes libres que tanto se aireó el otoño pasado con las demandas a Google. Como usuario, estoy encantada con ese servicio, complementario del Google Maps. Cuando voy a hacer un viaje, a parte de documentarme, una vez que tengo claro qué quiero ver en una ciudad, ir al Street View (SV, en adelante), hacer un recorrido virtual por los sitios que patearé, ver si es tan interesante visitar determinado barrio o resulta que es bastante menos atractivo de lo que cuentan (o mucho más), es importante para mí y para cualquier viajero que quiera aprovechar la oportunidad.
Era hora de enterarse de cuál era el problema. Necesité horas para dar con la información que buscaba; porque aparecía la noticia; pero no el intríngulis del tema. Por fin, di con las fuentes que perseguía.
SV nace como complemento a Google Maps y pretende ofrecer una visión a pie de calle de ciudades, pueblos e incluso zonas «salvajes», en este último caso, a condición de que el vehículo que transporta el equipo pueda circular por ellas.
El sistema para la elaboración de esas vistas de las ciudades consiste en la utilización de cámaras instaladas en el soporte, que toman imágenes del lugar a 360º. Luego se tratan las imágenes y tienes una visión panorámica del espacio que toque: calle, plaza o senda en plena naturaleza. ¿Cómo encaja aquí el robo de los datos de las redes wifi?
En el año 2008, Google solicita la inscripción de una patente, la 776 denominada «Wireless Network-Based Location Approximation». El artilugio desarrollado a partir de esa patente permite que Google, tal como relata el enlace, pueda situar en su localización geográfica exacta todo dispositivo, de un router a una televisión, que incorpore tecnología Wifi, combinada con el GPS del equipo.
El problema, es que si el propietario de esas redes no las tiene protegidas cuando pase el coche de Google, sus sistemas capturarán, no solo la presencia de esas redes, sino contraseñas, nombre de usuario, incluso fragmentos del correo electrónico que esté enviando en ese momento. Es decir: roba datos personales.
¿Por qué hace esto Google? ¿Qué proyecto orweliano lleva a esta empresa a invadir así la intimidad de la gente? Algo tan sencillo como la importancia de «mapear» las redes que existen en una zona para geolocalizar determinados puntos y ofrecer servicios basados en la localización.
¿Ha robado Google datos personales? Yo opino que no. Los ha capturado, cosa muy distinta. Si yo soy propietario de una red Wifi, pago por ella a un proveedor, lo primero que tengo que hacer es meter un nombre de usuario y una contraseña para que no entre nadie en ella, me chupe ancho de banda, incluso acceda a los discos de los ordenadores que estén conectados a ella. Si no lo hago, asumo que cualquiera puede acceder a mi red, a mis datos, al tráfico que realice. Es bastante menos preocupante para un usuario desprevenido que le capture los datos Google, que lo haga un cracker de medio pelo. Pero no vamos a entrar ahí. Pienso que, quien pudiendo y debiendo adoptar medidas de seguridad no lo hace, luego no puede pedir indemnización por la intercepción de los datos que dejó campar sin restricción alguna.
Para cerrar este apartado, he de decir que no hay noticias del expediente abierto por la Agencia Española de Protección de Datos; pero la Fiscalía de San Sebastián propuso el archivo de la causa (y lo logró) abierta contra la captura de datos por Street View, por considerar que son fragmentarios y no ponen en peligro la privacidad de los particulares.
La segunda parte está en la resistencia numantina de muchos ciudadanos, en especial los alemanes, que son los más celosos en este sentido, al proyecto Street View en sí mismo.
Yo no puedo imaginarme a mí misma temblando de espanto al ver una imagen mía en un sitio cualquiera de mi ciudad, incluso saliendo de mi casa. Doy por hecho que si me muevo por lugares públicos, mi imagen puede ser captada por cualquier turista que esté fotografiando a su pareja junto a una estatua, un monumento o por el coche de Google cuando toma fotos de las calles de mi ciudad. Pero a otros les ocurre.
Ven posible que un loco, al descubrir su fotografía, decida atentar contra su integridad; pederastas que saldrán a la caza del niño que lleva de la mano y otros mil peligros potenciales y reclaman garantías plenas. Google tiene un programa que pixela o difumina de forma automática la mayoría de las caras que aparecen en las calles; pero falla en un pequeño porcentaje y por eso, el juez suizo les impone la obligación de proceder al trabajo manual. Como es imposible, la única alternativa es que abandonen el proyecto ante el riesgo de que pueda ser reconocido un ciudadano.
Lo de la casa despierta tantos o más ataques de pánico; porque SV puede ser una fuente de información para bandas de ladrones, que, tras examinar su casa, descubrirán la ausencia de medidas de seguridad que ofrece y tendrán toda la información que necesitan para asaltarles.
Digo yo que, si tu casa no es segura, lo lógico es adoptar medidas para corregir ese defecto; porque los asaltos a domicilios son tan viejos como la historia de las ciudades y los ladrones no necesitan Internet para averiguar si una casa guarda un botín apetitoso y el grado de vulnerabilidad que presenta. Obligar a SV a borrarla o difuminarla no resuelve el verdadero problema y el balance entre beneficio (que el visitante que planea viajar a esa ciudad pueda examinar el barrio y su arquitectura) frente al daño potencial (que asalten unos ladrones una casa concreta porque comprueban que su seguridad es baja) en mi opinión cae del lado del primero.
Merece la pena meter en un buscador «street view» para darse una sesión de risoterapia. Hay demandas contra Google para dar y tomar, a cual más chusca: desde la de alguien que optó por evacuar aguas menores en plena calle cuando pasaba el coche de Google y descubrió con horror que había sido guardada para la posteridad la imagen de su trasero (no de su cara), que muy pocos podrían identificar (tal vez nadie más); pero que, gracias a su demanda, hoy se exhibe en numerosos foros. O la de la joven japonesa que demandó; porque las cámaras tomaron la imagen de tres bragas de colores, en perfecto estado de revista y de intachable modestia, puestas a secar en un tendal. Es tan natural e inocente la imagen de las tres prendas íntimas, que nadie hubiera reparado en ellas si no fuera por la reacción de su dueña, convirtiendo, las anónimas bragas en objetos concretos unidos a su imagen.
Para terminar mi fluctuante desarrollo, es preciso que trace una conclusión. No tengo ninguna intención de defender o exonerar a Google de responsabilidades. Ni me compete ni ha lugar. Lo que me ha llamado la atención en todo este asunto es un hecho muy concreto: la obsesión de los ciudadanos del mundo occidental (incluidos los japoneses) por su seguridad.
Vivir es un riesgo en sí mismo. Cada día haces un montón de cosas que podrían causarte daños. Cada paso que das está acechado por un peligro, incluso en la seguridad de tu hogar. Solo seremos personas, ciudadanos comprometidos, cuando asumamos que cada decisión es un riesgo y lo aceptemos. El problema de Occidente, el más grave problema de Occidente, es la obsesión por la seguridad.
Cualquier amenaza nos desestabiliza y nos hace reaccionar de un modo absurdo. El riesgo de vivir nos provoca ataques de pánico agudo. No aceptamos la normalidad de un accidente y si resbalamos en el baño de la casa de un amigo y nos hacemos un corte con el borde del lavabo, le demandaremos; porque es inaceptable que algo tan inocuo como una visita se transforme en un episodio desagradable.
No aceptamos la muerte, pese a que nada impedirá que llegue y vivimos obsesionados por los riesgos contra la salud, marcando los hitos potenciales que nos acechan. Seguimos como prosélitos entregados las directrices dietéticas que nos garantizan una salud de hierro, aunque tengamos pruebas irrefutables de que carecen de credibilidad. Podemos agredir a un fumador que nos ha obligado a inhalar una fracción del humo de su cigarrillo, al tiempo que aspiramos con fruición el humo de una hoguera o de una chimenea, tan peligroso o más; pero archivado en el apartado de lo natural y saludable.
Queremos que nuestro entorno sea seguro; pero no queremos ocuparnos de meter una contraseña en el Wifi o de invertir en la seguridad de nuestras casas. Proyectamos nuestro miedo a vivir en eventualidades improbables y renunciamos a vivir en plenitud afrontando cada día como si fuera el último, con la alegría y la tranquilidad de quien sabe que, haga lo que haga, siempre aparecerá un imponderable que no se puede prever y, aún así, hay que abrirse a los avatares de la existencia para apurar el tiempo que se te conceda.
Ese es nuestro problema básico, nuestro gran drama, el exponente de nuestra irreversible decadencia. La lucha por la seguridad nos condena a la extinción; pero no es relevante; porque aunque sea un síntoma alarmante, los pusilánimes se sienten a salvo en tanto puedan obtener su dosis de confianza demandando a Google o siguiendo una rutina férrea en todos los ámbitos de su vida que les hace sentir que controlan los riesgos que les acechan, pese a que ellos son el riesgo por antonomasia.
Cualquier amenaza nos desestabiliza y nos hace reaccionar de un modo absurdo. El riesgo de vivir nos provoca ataques de pánico agudo. No aceptamos la normalidad de un accidente y si resbalamos en el baño de la casa de un amigo y nos hacemos un corte con el borde del lavabo, le demandaremos; porque es inaceptable que algo tan inocuo como una visita se transforme en un episodio desagradable.
No aceptamos la muerte, pese a que nada impedirá que llegue y vivimos obsesionados por los riesgos contra la salud, marcando los hitos potenciales que nos acechan. Seguimos como prosélitos entregados las directrices dietéticas que nos garantizan una salud de hierro, aunque tengamos pruebas irrefutables de que carecen de credibilidad. Podemos agredir a un fumador que nos ha obligado a inhalar una fracción del humo de su cigarrillo, al tiempo que aspiramos con fruición el humo de una hoguera o de una chimenea, tan peligroso o más; pero archivado en el apartado de lo natural y saludable.
Queremos que nuestro entorno sea seguro; pero no queremos ocuparnos de meter una contraseña en el Wifi o de invertir en la seguridad de nuestras casas. Proyectamos nuestro miedo a vivir en eventualidades improbables y renunciamos a vivir en plenitud afrontando cada día como si fuera el último, con la alegría y la tranquilidad de quien sabe que, haga lo que haga, siempre aparecerá un imponderable que no se puede prever y, aún así, hay que abrirse a los avatares de la existencia para apurar el tiempo que se te conceda.
Ese es nuestro problema básico, nuestro gran drama, el exponente de nuestra irreversible decadencia. La lucha por la seguridad nos condena a la extinción; pero no es relevante; porque aunque sea un síntoma alarmante, los pusilánimes se sienten a salvo en tanto puedan obtener su dosis de confianza demandando a Google o siguiendo una rutina férrea en todos los ámbitos de su vida que les hace sentir que controlan los riesgos que les acechan, pese a que ellos son el riesgo por antonomasia.
3 comentarios:
Interesante reflexión, Dª Carmen. Nuestras contradicciones son enormes. Nos cargamos a los embriones con Down, pero si uno de ellos sobrevive, nos desvivimos en su protección, ...
De buena se ha librado, Carmen, había escrito un comentario largo pero se me borró al tramitarlo. Básicamente decía que la paranoia está justificada por el control que hacen las nuevas tecnologías sobre las personas, que no hemos asimilado aún estos brutales avances en tan poco tiempo, iniciando una era Orwelliana (1984 ya comenzó) y Kafkiana (todos tenemos un proceso en potencia), con legislaciones nuevas (protección de la intimidad de los menores, protección de datos privados...)y con un control casi total de la población.
Recordaba también el desprecio que tienen los buscadores de internet por nuestra intimidad, registrando nuestros datos personales y de búsqueda en la red con fines poco éticos: AOL descargó en la red los datos de millones de internautas y Yahoo colaboró con la dictadura china, de la manera más cínica, en la detención de un periodista disidente, facilitando su IP. Google tambien archiva nuestros datos.
Un saludo.
No me he librado de nada, al contrario. ¡Qué rabia que el tío Google le haya devorado el mensaje!
Estamos de acuerdo en que Google y todas las empresas de la Red capturan y archivan nuestros datos personales. La ventaja es que lo sabemos. Antes de que naciera Google, ya recibía llamadas ofreciéndome productos y servicios que ni deseaba ni quería. Eran datos que se habían obtenido sin mi autorización, llegados por vías que demostraban que habían tenido acceso (no entro en el cómo) a bases de datos privadas.
En cuanto a las colaboraciones con las dictaduras, totalmente de acuerdo; pero no podemos reprocharles que cuiden un negocio del que depende mucha gente, cuando nuestros representantes electos hacen lo mismo y seguimos votándoles, comprendiendo que la «real politik» tiene estas servidumbres.
Un saludo, Jano. Gracias por su visita.
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