1/5/11

Un día para la eternidad



Hoy ha sido beatificado en Roma el Papa Juan Pablo II. La dimensión de su papado, las cualidades del Papa Wojtyla, su importancia en la historia de la Iglesia han sido glosadas con amplitud en la prensa y estudiadas de modo extenso por autoridades muy superiores a mí, como las que aparecen en la reseña bibliográfica de este enlace

Es un gran día para todos los creyentes y una fecha histórica para quienes, sin serlo, son capaces de contemplar con respeto el significado profundo de ceremonias que, se crea o no en su trascendencia, la tienen en cuanto hunden su simbolismo en la historia de las civilizaciones.

He pasado varias horas repasando algún libro de mi biblioteca y documentación ubicada en la Red (sobre todo porque es más fácil vincular que transcribir y abrevia mucho el texto).

El Cristianismo es ante todo, la doctrina que impartió Cristo en una provincia del Imperio Romano y se extendió por él, entre otras razones, porque respondía a las demandas espirituales de una ciudadanía que estaba inmersa en un clima caótico en el que convivían todo tipo de creencias, divinidades y corrientes religiosas. 

Aún así, para conseguir su aceptación en el Imperio, tuvo que adaptarse un poco y absorber tradiciones religiosas y rituales muy queridos por los practicantes de otros cultos. Un dios único era algo extraño, difícil de asimilar, necesitaban sus deidades menores, necesitaban imágenes y el cristianismo, que como heredero del judaísmo, las rechazaba, transigió. Necesitaban sus númenes, sus «manes, lares y penates» que les protegían hasta en los menores detalles de su vida diaria y aparecieron los santos para cubrir esos huecos, tras ser elevados sobre el resto de los mortales mediante el ritual de santificación.

La beatificación y santificación católica tienen su correspondencia en una tradición anterior al nacimiento de Cristo. En la antigua Persia, por ejemplo, existían miles de divinidades. Unas procedían del panteón divino ortodoxo, o lo que es lo mismo, formado por dioses auténticos y el resto estaba conformado por personas que adquirieron tal relevancia en la sociedad de su tiempo en virtud de sus cualidades intachables y su servicio a sus semejantes, fueron divinizados tras su muerte.

En la civilización romana, el primer hombre que alcanzó el derecho a ser adorado como un dios, fue Rómulo, deificado tras su muerte. Hay que esperar a la etapa imperial para tropezar con ese fenómeno. Es el nacido como Cayo Octavio Turino (la madre de Julio César era Octavia) y renombrado tras la adopción y ascenso a la más alta magistratura de Roma como Cayo Julio César Octaviano, hasta que en el año 27 a. C., el Senado le concedió el uso del cognomen de Augusto (majestuoso, venerable, reservado hasta entonces a los dioses) quien rescata esa antigua tradición, elevando a su tío abuelo y antecesor, Cayo Julio César a la condición divina.

Este ritual que llevaba al Emperador a la categoría del menor de los dioses, como consecuencia de su condición del primero de los hombres, era ejecutado, por lo común, en las exequias funerarias; pero no en todos los casos. El emperador Septimio Severo murió en Eburacum (actual York en Inglaterra), fue incinerado en el campamento y sus cenizas fueron enviadas a Roma, obligando a aplicar un ritual adaptado a las circunstancias. Con Trajano había ocurrido lo mismo, puesto que falleció en Selinous (Asia Menor) luchando con los partos. Les remito a un magnífico trabajo sobre la divinización de los emperadores de Sabino Perea Yébenes, colgado en la Red.

Había una serie de elementos que siguen estando presentes en el proceso de beatificación de Juan Pablo II. Hay un ritual previo, el propiamente funerario, conectado al ulterior;  puesto que se necesitaba que el cuerpo del llamado a convertirse en dios menor, estuviera presente en la ceremonia llamada a otorgarle un lugar entre los dioses; pero como no era posible en este caso, se optó por la sustitución por una máscara de cera obtenida del cadáver antes de la incineración. 

El primer paso, por lo tanto, es la presencia del «cuerpo presente» bien el cadáver, bien su máscara. En la ceremonia del día de hoy, este requisito se cumplió con la presencia del féretro que contiene el cuerpo embalsamado de Juan Pablo II. No faltó la máscara, en este caso, en concordancia con la época, se descubrió un gran retrato de Juan Pablo II.

Había un decreto del Senado, que se leía en público antes del traslado del cadáver al lugar central de la ceremonia que se iniciaba con una «laudatio hominem», que hemos escuchado en el discurso de Benedicto XVI. Estaban presentes en el acto todos los estamentos de la sociedad romana, las mujeres con derecho a ocupar lugares destacados iban vestidas de blanco, sin joyas ni adornos, recogidas en una actitud de duelo, que a lo largo del ritual entonarían cantos de duelo, como el coro de niños, situado en otra tribuna. Los patricios, los próceres, los plebeyos, los libertos y puede que los esclavos, estaban allí para rendir el último homenaje. Ya no se prende fuego en el Campo de Marte a la pira funeraria real o simbólica; pero el rito sigue manteniendo los hitos esenciales.

Una muestra interesante de esta práctica se encuentra aún en el Foro Romano, en el templo de Antonino y Faustina (Antonino Pío), que preserva la memoria de la deificación en los bien conservados restos del templo erigido tras la ceremonia para perpetua memoria entre los romanos.

Por eso bendigo estas ceremonias; porque son edificantes para los cristianos y gratificantes para quienes no comparten esas creencias; pero aprecian la importancia de conservar los legados culturales de nuestra civilización. Hoy ha sido un día para la eternidad, para creyentes y no creyentes, aunque muchos abominen de estas ceremonias, sólo porque su ignorancia es tan profunda como su fanatismo ideológico.


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