19/1/12

Schiettino y el naufragio común




El crucero Costa Concordia, hundido en aguas de la región de Toscana. | Efe
El crucero Costa Concordia hundido en las costa toscana. (EFE para 'El Mundo')


Todas las lecturas de infancia, el cine, el conjunto de la narrativa sobre el mar, incluso la gran tragedia más reciente: el desastre del Prestige, nos muestran al capitán, comandante o almirante del barco firme en su puesto, ocupado en la tarea de ordenar la evacuación: «las mujeres y los niños primero», luchando contra la catástrofe hasta el final rematado por su muerte siguiendo la suerte de su barco camino de los fondos abisales o evacuado in extremis, como el capitán Apóstolus Magadouras, en el caso del Prestige.

El comandante Schiettino nos ha enfrentado a lo inconcebible. Las noticias que van saliendo demuestran que la maniobra que provocó la tragedia era el antecedente de la «crónica de una muerte anunciada», que era frecuente que se acercara de modo peligroso a la costa, que manejaba su crucero como un coche de carreras. Y cuando lo embarrancó y lo llevó a pique, hizo lo que nadie podía esperar: huir abandonando a su suerte a miles de personas en plena noche, sin más norte que ponerse a salvo en la seguridad de su casa.

Él es el villano. El héroe es el comandante Gregorio Falco, que, por otro lado, no hizo nada más que desempeñar su labor aplicando con rigor los protocolos, consciente de que su conversación con el capitán Schietino era una comunicación relevante que exigía seguir unos pasos: informarle de que grababa, pedirle que se identificara con nombre, apellido y cargo, interrogarle sobre su situación, asumir el control cuando comprobó que había abandonado el barco y ordenarle que volviera a ocupar su puesto.


Esta secuencia, de todo punto rutinaria en las comunicaciones entre la Capitanía de Liborno o cualquier otra en el mundo y los barcos que transitan por la zona, se eleva a heroicidad por el mero hecho de que el Comandante haga bien su trabajo, frente a un capitán que incumple todas las normas que establecen el protocolo que ha de adoptar en caso de accidente o naufragio.

Que el comandante de un barco quiebre de modo tan flagrante la pauta de conducta consagrada como inimaginable, abandonando al pasaje a su suerte mientras él y los altos mandos de la tripulación huyen con el dinero, no es más que una muestra, no por inesperada menos frecuente, de que, en la actualidad, las profesiones están en crisis y las generaciones actuales están trufadas de profesionales que no asimilaron los elementos esenciales del desempeño de su labor que llevaban grabados a sangre y fuego y llevaban al cumplimiento de su deber, poniendo en peligro su vida, a sus colegas de generaciones anteriores.

Quiero creer que Schiettino es la excepción de una norma; pero no es menos cierto que en los tiempos que vivimos, en los que están proscritos los conceptos de honor, abnegación, sacrificio y responsabilidad, son claves para comprender lo ocurrido. 

Y aún es más aterrador pulsar el grado de pérdida de valores, cuando vemos que el mero hecho de adoptar la rutina propia del desempeño de un cargo, cumpliendo a rajatabla los protocolos, transforma a un profesional eficaz, que debería ser la norma en el imaginario colectivo, en héroe.

Eso es lo más inquietante, el gran drama de este naufragio, superado, tan solo, por la lista de vidas segadas por la irresponsabilidad de un mentecato.

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