Me encanta el bable. No lo hablo; pero lo entiendo y me encanta la diversidad de expresiones y vocabulario que distingue los tres grandes troncos. No me dolería nada que ese dinero se destinara a un trabajo de campo serio que recogiera grabaciones de bableparlantes auténticos, se hicieran diccionarios, estudios serios y extensos sobre nuestro dialecto (mejor nuestros numerosos dialectos). Sería una forma de conservar esa riqueza y dejarla ahí, para siempre, al alcance de quien quiera penetrar en ese legado.
Las lenguas son seres vivos que nacen, crecen, se multiplican y mueren. Nada ni nadie puede modificar eso. El bable que se habla hoy en los pueblos es distinto al que se habló en el s. XII, el VII o el XVI. Las lenguas tienen una aspiración a la universalidad, quienes las usan necesitan que sea lo más amplio posible el vocabulario que pone a su disposición para expresar el abanico más amplio de conceptos posible. También tiende a la universalidad cuando se busca un vehículo de expresión que permita la comunicación con el mayor número de personas posibles.
Cuanto más rica y compleja sea una lengua, mayor será el desarrollo intelectual del niño que la aprende. No nos engañemos: el bable es un dialecto entrañable; pero no es un idioma rico y desarrollado. Tiene su lugar, su momento y su clima; pero no es un vehículo apropiado para expresar conceptos complejos y quien diga que es porque hemos renunciado a desarrollarlo, puede tener razón; pero es lo que hay.
No quiero que se normalice el bable por decreto. Esa intervención (al margen de la sospecha de que sea una forma más de alimentar clientelismos) no tiene sentido. Lo único que se logra con esas iniciativas es destrozar lo poco que queda y que la oscuridad cierre sobre nuestro dialecto de una vez por todas. Ese proyecto es la atapecida* del bable. Sólo me queda decir al Principado: ¡No pongas tus manos en mi bable!
*Atapecer: sucede al atardecer. Es la noche cerrada.
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