8/10/10

Vargas Llosa Nobel de Literatura




Carátula de Pantaleón y las visitadoras


Por una vez, aplaudo la elección de Vargas Llosa para el Nobel de literatura con el mayor fervor. 

Al repasar las glosas que le dedica la prensa, no pude por menos recordar que no leí nunca 'La Ciudad y los Perros' y me invade una tierna conmiseración al recordar aquellos tiempos. Me van a permitir un relato intimista.

Tuve la suerte de nacer en una familia que daba una gran importancia a la lectura. Mi padre era el encargado por excelencia de la iniciación. Todas las noches nos metía a mi hermano y a mí en su cama y nos contaba un cuento, a veces conseguíamos un segundo; pero no era frecuente.

Me fascinaban esas historias y yo sabía que todas estaban el aquel armario donde se guardaban los libros, había colecciones de cuentos infantiles de mi madre y el día que me enseñaran a leer, ya no dependería del cansancio de mi padre o el humor de mi madre para disfrutar de esas historias, sólo tenía que coger un libro y las tendría todas.

Sabía que tenía que tener paciencia; porque hasta los cinco o seis años no tocaba aprender a leer; pero un día mi padre sentó a mi hermano en la mesa de la salita y le informó con aire serio que en octubre empezaba al colegio e iba a encargarse de enseñarle a leer y escribir. ¡Leer! Mis tres años me obligaron a trepar a la silla como un gusanillo. Mi padre me miró de reojo y me advirtió que no quería que distrajera a mi hermano, que podía quedarme si estaba quieta y callada. Asentí. 

Fue enseñándole las vocales, las consonantes y yo, sin abrir la boca no perdía ripio. Llegó el momento de enseñarle a enlazar y mi hermano se trababa una y otra vez. Al final, se me escapó, no pude remediarlo: «¡Si es muy fácil! ¡La m con la a, ma!» Mi padre se volvió atónito, me puso el libro delante y fue señalando. ¡La chiquilla sabía leer! ¡Increíble!

Excuso decir que desde ese día no paré. Pero existían limitaciones. Por un lado, era una niña y esa desmedida afición era una amenaza. Había mujeres que desatendían el cuidado de su familia para entregarse a la lectura de forma enfermiza y no podían consentir que adquiriera el vicio de la lectura, así que si no llovía, tenía que salir a la calle a jugar (vivía en una casa de campo rodeada de una extensa finca) y sólo los días desapacibles podía entretenerme leyendo; pero siempre bajo vigilancia, para que no me enviciara

Otro de los criterios que se manejaban en casa era que la lectura tenía que tener carácter formativo. Nos compraban colecciones de cuentos maravillosas. Recuerdo un libro precioso que sucumbió en manos de un bebé encantado con la experiencia de rasgar las hojas por el que lloré durante meses que se titulaba 'Cuentos de Hadas Japoneses'. No tenían nada que ver con la tradición europea; pero me encantaba esa apertura a otro mundo, a otra forma de narrar, a mitos diferentes, en los que había más campesinos y genios, que princesas y hadas. Tuvimos una versión infantil del Ramayana de Valmiki, las tragedias griegas adaptadas para niños y, por supuesto, El Quijote y muchas obras de la literatura clásica española, inglesa y rusa, sobre todo, Tolstoy, Dostoiewski y algo de Gogol. 

En esa línea, estaban prohibidos (de hecho no supe que existían cosas así hasta los trece años) los comics; porque eran simples, tenían un vocabulario muy poco enriquecedor y no te cultivaban. Estaban prohibidos también todos los libros que eran 'inapropiados' para nuestras tiernas mentes en formación y aquí llego al punto de mis recuerdos enternecedores. 

Un día apareció en casa un libro nuevo. ¡Tentación irresistible! El título 'La Ciudad y los Perros' era como un imán. No tuve tiempo a preguntar. Ya vieron por dónde iba y mi madre me dijo: «Es una novela muy dura, no es buena para tu edad. No puedes leerla hasta que no seas mayor». Y como eso significaba que leerla era pecado y que cuando cometes un pecado corres peligro (así nos lo había contado uno de los 'misioneros' que iban por los pueblos predicando a las sencillas criaturas, cuando yo tuve que acompañar a mi madre, con no más de cuatro años a una de esas sesiones aterradoras, con la iglesia en penumbra, la voz apocalíptica del fraile exponiendo casos de pecadores, niños incluidos, que habían visto salir una zarpa negra bajo su almohada, les había agarrado por el cuello y arrastrado al infierno en plena) de sufrir una visita inesperada en tu cama, me cuidé mucho de leerlo.

Pasó el tiempo, me hice mayor y un día vi 'Pantaleón y las Visitadoras'. Vargas Llosa. Ya era mayor y me faltó tiempo para comprar el libro de aquel autor que tuve que evitar para no correr riesgos de que en plena noche me agarrara el demonio por el cuello y me arrastrara al infierno.

Dejó una huella imborrable de diversión, sorpresa, admiración por la genialidad de la prosa del autor en mi memoria. Fue algo parecido a aquellos cuentos de hadas japoneses. Abrió para mí un ámbito nuevo en el universo de mis lecturas.

Tal vez esos títulos no sean las mejores obras del autor; pero son las mejores para ti; porque abrieron en tu mente un espacio nuevo, te guiaron a algún sitio de algún modo y quedan archivados en ese pequeño santuario donde viven los momentos mágicos de tu vida.

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