Cuando apareció en escena María Teresa Fernández de la Vega tras las elecciones de 2004 y la escuché por primera vez, no daba crédito. No comunicaba lo más mínimo, no tenía un discurso bien articulado, se limitaba a lanzar insultos y descalificaciones contra la Oposición, encarnando la perfecta imagen de una verdulera de comedia costumbrista.
Me horrorizaba esa actitud. El insulto y la sal gorda denigran a quien adopta ese discurso, por mucho que un fragmento de la población aprobara esa actitud deslenguada. El ciudadano medio: medianamente inteligente, medianamente culto, medianamente educado, puede sentir cierta diversión durante un tiempo ante esa actitud agresiva y matona; pero el tiempo pasa, la novedad desaparece y se instala el tedio y un creciente desagrado entre el público que espera de su clase política un discurso en el que los argumentos primen sobre cualquier otra cuestión.
No le vi nunca pronunciar un discurso articulado, bien razonado, cuya contundencia radicara en los argumentos, no en la agresión. Sus intervenciones se apoyaban en un texto escrito, que leía con voz dura y monótona. En el momento en que se agotaba la fase preparada de antemano y tenía que improvisar, era incapaz de hilar una argumentación, se agarrotaba, se tensaba, iba a la frase corta y demoledora, envuelta en desdenes y con frecuencia insultos.
Un día le pregunté por ella a una diputada con una larga trayectoria en el Congreso. A parte de que me dejó asombrada al informarme que sólo tiene cinco años más que yo (le calculaba muchos más), me contó que la conocía desde hacía muchos años. Antes de entrar en el Gobierno era una diputada discreta, callada, sencilla, vestida con pantalones, jerseys de cuello cisne, discreta y callada. Le sorprendió mucho la transformación que sufrió al incorporarse al equipo de gobierno. Ni su faceta fashionista ni su lenguaje acerado encajaban en el perfil de la etapa anterior.
Todo encajaba. Una persona tímida, insegura, consciente de sus limitaciones, con una formación reducida a la carrera de Derecho y unas oposiciones a secretaria de lo laboral (entonces se llamaba así) que eran las más fáciles y costaba poco trabajo ingresar en el cuerpo.
No era una mujer dotada para la oratoria. Su vocabulario no podía ser más limitado. Le costaba encontrar las palabras, siempre estaba a la defensiva, utilizando la ropa, el peinado, el maquillaje y los complementos como disfraz o armadura en la que esconder la imagen propia interiorizada y revestirse con una apariencia que hacía que sintiera más seguridad en sí misma.
Hoy ha sido cesada. La envían al Consejo de Estado, un órgano que, en teoría, debe estar formado por personas con una formación muy cualificada; porque su misión es informar sobre asuntos de gran calado jurídico. No destacarán allí sus deficiencias; porque se ha convertido en el aparcamiento de los desahuciados de la cosa pública y hay tantos como ella que se diluirá en la medianía a la sombra de los verdaderos técnicos del órgano.
Lo más duro fue la frase de despedida que le obsequió el Presidente cuando compareció para anunciar la remodelación del Gobierno. Le agradeció sus servicios, es cierto. No lo suficiente; porque la forma en que ejerció de Cancerbero protegiéndole, apagando fuegos, quemándose día a día a su servicio merece mayores alabanzas, aunque sólo sea por vergüenza torera. Y al final, cargó contra ella en un alarde de mezquindad, haciendo que recayera buena parte de la crisis que atraviesa el Gobierno sobre sus hombros, acusándola de forma poco velada de que había sido nefasta su labor como comunicadora y se la sustituía con el fin de terminar con esa situación y colocar en su lugar alguien con mejores cualidades para transmitir con eficacia la política gubernamental.
Aguantó como una campeona la andanada y debo decir que hoy, por primera vez, tuvo toda mi simpatía y mi solidaridad. No me gustan sus formas; pero no se le puede acusar de no haber dejado la piel en el trabajo. Fue leal hasta el extremo y sólo eso, basta para que merezca aprecio y consideración. Es tan rara esta cualidad en el Gobierno que sufrimos, que, sólo por eso, es acreedora de un respeto que pulverizó con su falta de modales.
Te deseo lo mejor, María Teresa. Con toda sinceridad.
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