10/11/11

Otoño de hojas secas



El tejo de Lago


Llueve melancolía el otoño. El espíritu lucha a brazo partido con el peso de las cifras: la de paro, la de deuda... Encara con denuedo el redoble enloquecedor de los tambores que anuncian la catástrofe: la deuda griega, la crisis italiana... Se enfunda en la coraza para protegerse de una campaña que dura ya tantos meses que este final resulta agotador. Las noticias de la prensa oscilan entre la lluvia fina y la tormenta tropical que amenaza transformarse en huracán ante nuestro estupor impotente. 

El cálido olor del otoño se ha impregnado de miseria y corrupción. Se han abierto las cloacas tras la larga travesía por un paraje social en el que se cultivaron con ahínco el desprecio a los valores, al esfuerzo, al reconocimiento del mérito, a la honorabilidad, al sagrado derecho del ser humano a creer en Dios y profesar la religión con naturalidad sin que los practicantes sean etiquetados como acreedores de desprecios. Todo lo que oliera a honestidad, a defensa de valores, a exigir un comportamiento ético, quedó tachado de «cavernario», «reaccionario», «antisocial».

Se nos prohibió enorgullecernos de nuestra historia, nuestros mitos fueron vilipendiados, nuestros símbolos proscritos. Arrasaron los pilares que sostienen la civilización y se nos condenó a la apostasía de lo que fuimos y somos, por encima de todo.

Pero nos queda el tejo de Lago. Un árbol milenario, símbolo vivo de un pasado en el que las gentes se reunían en torno a él en fechas señaladas para rendir culto a los muertos, que según las creencias de aquellos tiempos, eran el refugio de las ánimas de los difuntos de la aldea. Se les hacían ofrendas y se impetraba su protección contra las inclemencias naturales o fruto de la acción del hombre, que acechaban la paz del enclave.

Junto al tejo, bajo su protección, existe una iglesia, una de tantas, que simboliza el paso del tiempo, el traslado de la fe a otras potencias sobrenaturales, dotadas de una capacidad superior a la de las ánimas queridas para proteger a las gentes; pero los devotos de hoy siguen mirando con reverencia al tejo cuando van a la iglesia y la iglesia se alía con el tejo para protegerse, a su vez, del paso del tiempo.

El espíritu reposa en este enclave perdido, empapándose del simbolismo que exuda el lugar, que los cimientos de la iglesia y las raíces del árbol extraen de las entrañas de la tierra para difundirlo como un aroma tenue y dulce de eternidad que nos recuerda que todo es efímero.

Al igual que el tejo, nuestra fuerza y vitalidad descansa en nuestras raíces. Al igual que la iglesia, superaremos todos los reveses si conservamos la solidez de nuestra cimentación. La respuesta no está en lo externo, sino en nuestra capacidad de reacción y nuestro esfuerzo.

Mientras no olvidemos quiénes somos, qué debemos hacer y seamos capaces de hacerlo, aunque cueste, nos duela, sea muy duro, ninguna tormenta será lo bastante fuerte para abatirnos. Llueve melancolía el otoño; pero lleva en su seno el germen de la regeneración.

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