Fotografía de familia de la Convención Municipal del PSOE en Sevilla. (©EFE)
«El PP está convencido de que va a ganar de calle las elecciones. Se les olvida sólo una cuestión, que a nosotros no se nos olvida y que yo tengo presente cada minuto: para ganar unas elecciones hay que merecerlo»
Cuando ganó las elecciones el PP en 1996, sentí una gran aprensión. Yo no había votado. No podía votar al PSOE tras comprobar a lo largo de catorce años en mi propio entorno y con mis propios ojos que el mundo que concebí cuando ganaron «los míos», libre de nepotismo, en el que serían siempre los mejores, los más preparados, los llamados a gobernar nuestros destinos; que se había terminado el mundo de los caciques franquistas y que a partir de ese momento, lo único que contarían serían los intereses generales y la prosperidad de España y los escándalos que nos servía día tras día la prensa contándonos un rosario de prácticas corruptas, inauguradas por Juan Guerra y rematadas por Roldán y los GAL. Mis principios me impedían votar a la derecha; pero no podía respaldar a quienes nos habían traicionado de modo tan grave.
Temblé ante aquella victoria. Si, por lo menos, fuera Rato el candidato (era mi político de derechas favorito), los riesgos serían menores; pero con Aznar al mando...
Me humillaba que mi país estuviera representado por un individuo con un aspecto tan vulgar, tan parecido a Charlot y, sobre todo, tan gris y cansino («¡Vayase, señor González!») Tenía que irse, era evidente y yo estaba de acuerdo con que una persona que había gobernado sin ejercer el menor control sobre los cargos, si era sincero cuando decía que se había enterado por los periódicos, o, lo más probable, que lo había tolerado y que, una vez destapado, era tan cínico como para pretender esquivar su responsabilidad haciéndose el sueco, no podía seguir presidiendo el gobierno de España, pero esa frase machacona me exasperaba tanto o más que las vergüenzas de González.
Aznar... ¡Por Dios! Era la réplica de Chaplin en 'El Gran Dictador'. ¿Qué iba a hacer por nosotros y qué imagen de España iba a proyectar ese individuo tan paleto, tan poco carismático? Y lo que es peor: ¿Qué riesgo estaríamos corriendo? ¿Se podía confiar en su sentido de la democracia? ¿Había alguna posibilidad de que ese enano con bigote charlotesco no trabajara, como es propio de la derechona, para perpetuarse en el poder?
No daba crédito cuando vi la rapidez con que aparecían los cambios que produjo su política. ¡Por el amor de Dios! Felipe González nos lo había explicado durante catorce años: España no prosperaba porque era víctima de la coyuntura económica exterior. Era una sentencia inamovible. No había manera de cambiar nuestro sino fatal. Y Aznar, lo hizo. Cumplimos los requisitos del Tratado de Maastrich, ingresamos en el euro, los intereses de las hipotecas, que dejó en torno al 14% el gobierno de González, bajaron tanto que pude comprar una casa, la economía creció de forma espectacular, empezamos a tener peso en el panorama internacional.
Confieso que ponía en cuarentena el peso de mi país. Me caía tan mal el presidente que me negaba a darle crédito. Le consideraba un pedante, un prepotente, una figura patética empeñada en «hacerse valer» frente a países poderosos y que nos vendía concesiones caritativas de «los grandes» como logros propios.
Pero por mucho que me empeñara en negarle el pan y la sal, las cosas iban muy bien, lo notaba como ciudadano y como profesional. El negocio crecía, se abrían empresas, mejoraban las comunicaciones y por mucho que me convenciera de que todo eso era obra del excelente equipo que le rodeaba, no de sus capacidades, la realidad estaba ahí y si existía ese equipo y funcionaba tan bien, lo quisiera yo o no, era un mérito suyo, tanto por elegirlo, como por dejarlos hacer sin ingerencias.
Cuando apareció la noticia de la «foto de las Azores» me inquieté. No me gusta la guerra; pero conocía de primera mano historias terribles protagonizadas por la crueldad de Sadam Hussein y estaba de acuerdo en que era necesario liberar a Irak de una figura tan sanguinaria.
Me confortó saber que mi país no iba a participar en la ofensiva, sino que se mantenía en la reserva para otro papel: una vez derrocado el régimen que enviaba a los ministros que tuvieran la mala suerte de decir algo inconveniente, a una mazmorra en la que eran torturados durante periodos prolongados, para terminar despedazados en el foso de los perros de Sadam Hussein, antes de reintegrar a los suyos los restos que dejaron los perros, para que quedara constancia de los riesgos de la más leve contradicción, España entraría en condición de aliado a cooperar en la reconstrucción del país asolado por la guerra.
Eso suponía que un volumen notable de empresas españolas se beneficiarían de contratos muy suculentos participando en obras públicas, restauración de edificios dañados, demolición y reconstrucción de los irrecuperables... Era una gran oportunidad para nuestras empresas y colaboraríamos en la democratización de un país.
Me horrorizó ver al jefe de la oposición, cuando ya estaba desencadenado el conflicto, encabezando manifestaciones que eran una traición tanto a España (lo de menos) como a los soldados españoles que irían allí cuando terminara la guerra para asegurar la paz necesaria para que nuestras empresas pudieran trabajar sin riesgos (lo más importante).
Lo que ocurrió entre el 11 y el 14 de marzo a cargo del PSOE me indignó tanto que, por primera vez, voté al PP sin ninguna reserva.
Hoy nuestro presidente dice que hay que merecer ganar las elecciones y yo me sublevo y me río a la vez. ¿Por qué me río? Porque la dialéctica de los partidos; pero sobre todo la del partido socialista es un remedo constante de loe episodios de los Simpson. De repente, Homer se enfada con su mujer o sus hijos y deja de hablarles. La consecuencia es una escena hilarante en la que interpela a cualquier otro miembro de la familia para dirigirse al condenado a la privación de su palabra. Todos los partidos se dedican a dirigirse a los otros en campaña mediante interpelaciones indirectas; pero los que tienen alguna idea, limitan esa invectiva a lo usual y pasan a presentar sus propuestas. El PSOE no. Cifra el grueso de sus campañas en excitar a sus hordas contra el PP sin hacer propuestas serias. Y ahora dice esto.
¿Ha merecido José Luis Rodríguez Zapatero ganar las elecciones? El PP fue derrotado y se retiró como un demócrata, pese a que tenía la razón de su parte para impugnar los resultados. Él ganó con un trabajo muy sucio violando la jornada de reflexión sin reparos. Refrendó, previo asesinato de Isaías Carrasco para tapar las vergüenzas de sus tratos con los asesinos. Nos hundió en la miseria a todos los españoles todos estos años; destruyó la autoestima, la armonía, la esperanza, la riqueza y la prosperidad. Se irá con 5 millones de parados sobre sus espaldas.
¿Ha merecido José Luis Rodríguez Zapatero ganar las elecciones? El PP fue derrotado y se retiró como un demócrata, pese a que tenía la razón de su parte para impugnar los resultados. Él ganó con un trabajo muy sucio violando la jornada de reflexión sin reparos. Refrendó, previo asesinato de Isaías Carrasco para tapar las vergüenzas de sus tratos con los asesinos. Nos hundió en la miseria a todos los españoles todos estos años; destruyó la autoestima, la armonía, la esperanza, la riqueza y la prosperidad. Se irá con 5 millones de parados sobre sus espaldas.
¿Mereció, tanto como demócrata, como en calidad de gobernante ganar unas elecciones? La respuesta evidente es «¡NO!»
Gran torpeza restregar las narices del electorado con esa frase que nos recuerda que el que gana las elecciones no es el que lo merece, sino el que manipula mejor sin reparar en utilizar la sangre inocente para alcanzar el poder.
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