Cuando vi por primera vez la imagen de Barak Obama en las primarias del partido demócrata, declaré que me parecía la versión americana de nuestro presidente. Temí por un momento por mi integridad física ante la reacción de mis contertulios enfervorizados por su figura, ansiosos de su éxito. Me afearon mi comentario, me aseguraron que USA jamás elegiría un presidente que guardara el más remoto parecido con el nuestro y creí que terminarían descuartizándome o condenándome al ostracismo.
La razón por la que opinaba y sigo opinando esto se basa en una percepción de la figura de Barak como un hombre con ansias infinitas de poder, como el nuestro; pero también como todos los que pretenden llegar a la presidencia de un país, no nos engañemos. Ese motor es indispensable para llegar a lo más alto; pero la diferencia entre hambrientos y hambrientos está en que un grupo aspira a resolver los problemas y llevar el país de turno a cotas de progreso que le conviertan en un personaje histórico por su eficacia y otros pretenden adaptar el país a sus sueños, transformarlo en otra cosa a despecho de la realidad del momento y de las consecuencias de su idealismo.
Este segundo tipo de políticos no suele tener una visión clara de la realidad que va a enmarcar su mandato; de hecho la realidad es un hecho intrascendente en su visión de las cosas. No analizan los problemas que afronta el país y planifican programas ambiciosos para resolverlos, sino que estudian la estrategia que han de seguir para lograr esa modificación radical del modelo de sociedad y, por desgracia para los gobernados, ese programa pasa, siempre, por introducir de forma progresiva medidas que terminen poniendo en sus manos grandes niveles de control sobre la sociedad, para que se acostumbre a ser dirigida, para que desarrolle rasgos de pasividad y admita que su presidente haga lo que le parezca oportuno sin ningún control.
El problema está en que la cosa puede funcionar en Europa; pero no en USA. Un día interrogué a un americano que estaba a favor de la 'Ley del Rifle' para intentar entender lo que yo consideraba una aberración y la respuesta fue a la vez aplastante y escalofriante:
La cuestión es elegir entre la seguridad y la libertad. La filosofía es que todo individuo está obligado a cuidar de sí mismo y los suyos, a hacer lo que tenga que hacer para darles todo lo que necesitan, incluida la seguridad física. Desde este punto de vista, si un ciudadano sufre un asalto a su vivienda, desde luego, puede y debe exigir que la policía le defienda; pero por si llegan demasiado tarde, por si no llegan, por lo que pueda pasar, lo mejor es que esté en condiciones de defenderse.
El corolario era demoledor: se empieza por pretender que otros te protejan y terminas acostumbrándote a que, en aras de la seguridad, tus gobernantes puedan operar con toda impunidad en contra de tus intereses, limitando tus libertades y tus derechos en aras de un supuesto bien común.
Para la mentalidad europea es natural, incluso obligado, que el Estado se haga cargo de garantizar la asistencia sanitaria de los ciudadanos, las pensiones, las prestaciones por desempleo. Para la mentalidad americana, sí hay que tener una cobertura sanitaria para los más desfavorecidos (la hay), una cobertura jurídica gratuita (también existe) y otras prestaciones básicas; pero el niño debe desarrollar una mentalidad de disciplina y esfuerzo. La conciencia de que no podrá aprovecharse de la riqueza generada por el esfuerzo de otros; de que es responsable de proveerse de lo que necesita en cada momento, es el camino para que exista un gran dinamismo en la sociedad, se tomen iniciativas, se pongan en marcha negocios, se innove...
Obama quería que Estados Unidos fuera Europa. Su mujer apuntó esa idea varias veces durante la campaña de primarias, declarando (para indignación de muchos) que ella no estaba orgullosa de ser americana, que hubiera querido ser europea. Barak ignoró que no iba en esa dirección la visión que sus electores tenían de su país, que los americanos no son transigentes con el empleo de su dinero; porque para ellos, los fondos públicos son suyos, han salido de sus bolsillos y consideran que no trabajan para sostener empresas que fracasaron o para poner en marcha una política sanitaria con la que muchos no están de acuerdo, más en un periodo de crisis de grandes dimensiones que les lleva a exigir un presidente eficaz y resolutivo, no un idealista.
Barak Obama, como nuestro presidente, ha confundido sus deseos con la realidad y le está pasando factura. Sus índices de popularidad están por los suelos, incluso entre sus electores y estos son los primeros que no le perdonan que les haya hecho concebir tantas esperanzas e ilusiones y no haya obtenido resultados significativos.
La diferencia es que aquello es América y la reacción es mucho más rápida. El cambio que tantas esperanzas levantó no dio los resultados apetecidos. La economía americana no crece como desean los ciudadanos. La actitud conciliadora del presidente en áreas claves para su mentalidad no les convence. Como se sienten responsables de su bienestar, analizan las razones por las que las cosas no funcionan, dictaminan que el presidente no ha tomado las medidas adecuadas y las encuestas para la elección de Gobernadores y el Senado son catastróficas para los demócratas.
Hoy me llegó un correo muy divertido. La anécdota la protagoniza un republicano que todos los años se vacuna contra la gripe. Este año, la normativa de la campaña de vacunación obliga a todos los ciudadanos, pertenezcan o no a uno de los grupos de riesgo. Se reúnen a cenar un grupo de compañeros de trabajo (entre los que está mi corresponsal, español desplazado por motivos de trabajo) y les pregunta qué van a hacer. El republicano, llamémosle Joe, da un puñetazo en la mesa y contesta: «¡De vacunación obligatoria nada! ¡Esto es América y yo elijo tener la gripe!»
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