Tras repasar la prensa que sigue publicando más de lo mismo sobre lo mismo, mareando la perdiz con las primarias del PSOE de distintas comunidades, con los rifirrafes de Madrid, con las especulaciones sobre el precio que podría pagar el señor Rodríguez por el apoyo del PNV, empezaba a sentir que estaba viviendo en 'El Día de la Marmota', cuando me encuentro en El País (gracias sean dadas a vuesa ilustrísim, beso manos, pies, etc, suya afabilísima) con una de esas noticias que no son noticia, que sirven de relleno a secciones de cultura y demás y me lleno de gozo.
El titular me atrae como un imán: "El regalo del Papa a los anglicanos". Abro y disfruto leyendo el desarrollo del titular en un artículo magnífico que cuenta cómo, por qué y para qué se encargaron esos tapices; lo que se pagó a Rafael por los bocetos, el traslado de los cartones a los más acreditados fabricantes de tapices de Europa y en resumen, la historia de esos cuatro tapices que, con motivo de la visita del Papa al Reino Unido, saldrán por primera vez del Vaticano para ser expuestos en el Museo Victoria y Albert, acompañados de los cartones originales que dibujó Rafael para su confección.
Mientras leo, me asaltan reflexiones. Al leer que el Papa abonó a Rafael 16.000 ducados de oro por su trabajo, cinco veces más de lo que se invirtió en el resto de los trabajos decorativos de la Capilla Sixtina, es imposible no pensar en la situación económica y política de aquellos tiempos: las figuras de Papas más interesados en la política mundana y en la guerra que en sus funciones como cabeza de la Iglesia ecuménica, el despotismo de papas y nobles, la situación de la inmensa mayoría de una población dividida en tres castas: la de los muy ricos: papas, príncipes, nobles y banqueros, una pequeña clase media constituida por artesanos y profesionales como boticarios, médicos, arquitectos, pintores, escultores y especialistas en oficios de construcción en una Roma que estaba entregada a la recuperación de su esplendor arquitectónico y artístico y la inmensa mayoría de la población, pobres de solemnidad.
Al contemplar este cuadro desde el prisma de los valores morales y políticos de esta época, la 'progre' sufre un conato de alboroto al encontrar un resquicio para levantar el gallo y vomitar su asco y repulsión ante lo que hubieran podido hacer con esos caudales quienes los poseían, empleándolos en beneficio de la sociedad y su progreso en conjunto, con ese pensamiento buenista zapaterino que forma parte de la mentalidad de mi juventud.
Sin embargo, recupero la Roma que adoro y visito en cuanto puedo en los archivos de mi memoria. Por encima de los horrores innegables, de la corrupción, de la simonía, la crueldad, todas la miserias que se les pueden achacar y más que me callo, lo cierto es que Italia alumbró el Renacimiento en ese medio repugnante, dio lugar al nacimiento de una clase media que recuperaron los conocimientos que permitieron construir el Panteón en el s. III y se perdieron con la caída del Imperio, para alumbrar de nuevo una cúpula que sólo puede construir un maestro cantero con un oficio excelente en San Pedro del Vaticano. Abandonaron la tosca técnica del medioevo y recuperaron la grandiosa perfección de las escuelas griegas y latinas de la antigüedad clásica y nos dejaron un legado que nos satura con su abundancia y su belleza.
Hoy, que tenemos conocimientos tan superiores, una sociedad mucho más 'civilizada', unas posibilidades de aprender y desarrollar que ni en sueño pudieron imaginar los renacentistas, no tenemos un Leonardo, un Miguel Ángel, un Rafael, un Boticceli. Me pregunto a qué se debe este hecho.
Quizás la respuesta está en una realidad: en su tiempo, todos ellos eran artesanos, aprendían el oficio desde la base, trabajaban horas sin cuento en los talleres de sus maestros, sin fines de semana ni vacaciones trimestrales; presentaban su obra maestra para ingresar en el gremio avanzando por la veintena o la treintena y tenían el cuerpo y el alma forjados en el sacrificio, el espíritu de superación y sobre todo, el amor por hacer bien su trabajo por el hecho de disfrutar de lo bien hecho.
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