2/1/11

Elena Valenciano, el poder de la estulticia

La Iglesia es misógina y por eso no acepta los nuevos modelos de familia

La afirmación de la portavoz de la comisión electoral del PSOE merece mármol, no me lo negarán. 

Ocurre que la Iglesia sostiene (yo estoy de acuerdo) que el matrimonio es la unión del hombre y la mujer, mediante un contrato público y solemne, por el que se comprometen a asumir determinadas obligaciones unidas a unos derechos. Esto es así desde mucho antes de que apareciera la Iglesia. 

De hecho, en el Derecho Romano ya aparece esta institución desde la noche de los tiempos como una de las normas que se regulan en las «leyes rogadas» durante el periodo de la monarquía romana (753-509 a.C.). En Las Doce Tablas, el cuerpo de normas que elaboran los Decenviros entre el 455 y el 453 a. C., se introduce la posibilidad de que la mujer se divorcie, ausentándose durante tres días, con este objetivo, del hogar familiar.

Todos los estudiosos de la Historia del Derecho, coinciden en que el matrimonio se instituye como una fórmula para proteger a la mujer y la prole frente al poder omnímodo del paterfamilias, que tuvo durante mucho tiempo derecho de vida y muerte sobre los suyos. Las mujeres no tenían derechos en la antigüedad, salvo en Egipto, no tenían capacidad jurídica, no podían contratar, no podían ser testigos en juicio y cuando lo eran, su testimonio valía menos que el de un hombre.

Es cierto que la Iglesia es machista. De hecho, la Iglesia, su organización, sus ritos, la inmensa mayoría de los cánones que componen el cuerpo jurídico que la rige: el Derecho Canónico, es copia fiel del Derecho Romano y para bien y para mal, la Iglesia sigue siendo la heredera de la cultura, el pensamiento, las estructuras de toda índole, incluida la demarcación geográfica que adopta. 

Está «en sus genes» que diría el excmo. don José Blanco, ser machista, considerar a la mujer inferior en determinados terrenos; pero, precisamente en el tema de la familia, no es machista; porque el matrimonio, la institución familiar tiene como origen y fin preservar a la mujer, que reciba el cuidado que necesita para que sus hijos crezcan en un ambiente adecuado, sean alimentados con suficiencia en la medida en que lo permite la situación social del padre y que en su día, el esfuerzo que ella va a hacer a lo largo de su vida para administrar con mano férrea los recursos que aporta su marido, pasen a sus hijos mediante la herencia y ella, a su vez, si enviuda, disponga de recursos: la tercera parte de los bienes de su esposo, en usufructo vitalicio, si no vuelve a casarse, para que disponga de los recursos que necesita para una vejez digna y confortable. 

Todo esto le parecerá muy machista a doña Elena; pero resulta que hace muy poco que las mujeres gozan de los mismos derechos que los hombres y ese matrimonio que tenía como fin proteger a la familia, era una garantía de inmenso valor para ella y sus hijos durante los milenios en los que se le negó hasta el alma. 

Ahora, hay que ser modernos, hay que aceptar los nuevos modelos de familia y hay que aplaudir con las orejas cuando una pareja gay denigra a la mujer a la condición de mero instrumento para que les para un hijo, se lo entregue y desaparezca; porque ella no es más que un útero necesario (hasta que se inventen úteros artificiales) para que dos varones cumplan su deseo de tener un hijo. Perfecto, edificante, magnífico. Esto no es machismo, sino un progreso que nos enriquece a todos de forma que no podemos ni imaginar.

Conste que no me parece mal que dos varones que deciden vivir juntos adopten un niño o lo tengan por los medios que quieran: si una mujer se presta a convertirse en un vientre de alquiler es cosa suya en la que no voy a meterme. No es menos cierto que un niño necesita tanto la figura femenina como la masculina para un desarrollo equilibrado; pero eso es la teoría. Ha habido toda la vida niños que quedaron huérfanos y vivieron en un ambiente de hombres o mujeres y no les pasó nada malo o al menos, nada peor que a los que crecieron en familias convencionales.

A lo que voy es a otra cosa. Imaginemos dos estudiantes universitarios varones, heterosexuales sin lugar a dudas, que allá por tercero de carrera deciden alquilar juntos un piso. Se llevan bien, empiezan a trabajar, ganan mucho dinero, no logran encontrar a la mujer adecuada y siguen viviendo juntos. Un día deciden invertir sus ingresos en una vivienda. Ponen un negocio, generan lo que en una pareja casada sería una sociedad de gananciales. 

Imaginemos que un día les apetece adoptar un niño o niña. Sería injusto negarles ese derecho, salvo que haya buenas razones para aventurar que ese niño no estaría bien atendido. Finalmente uno muere y resulta que su familia natural, con la que puede no tener ningún contacto, reclama una herencia que aboca a vender todo lo que tenían en común con grave perjuicio para el otro.

Hay mil situaciones; porque es así la vida, en las que dos personas, sin necesidad de que intervengan las inclinaciones sexuales, construye una vida en común. Hijos que se quedan a vivir con los padres, que inician su propia vida, ganan dinero, invierten en una vivienda más amplia para todos, incluso les proporcionan a sus padres la propiedad de una casa a la que no pudieron acceder o incrementan con sus ingresos unos recursos que no tienen la cautela de separar de la forma adecuada para evitar que, el día que mueran los padres, la herencia entregue a sus hermanos bienes que le pertenecen en exclusiva; pero no lo puede demostrar.

Lo lógico, sería haber hecho una ley abierta, en la que tuvieran cabida todo tipo de convivencias: amigos, parientes, padres-hijos, nietos-abuelos y todo el abanico de variedades posibles, mediante una fórmula tan sencilla como la de acreditar la convivencia a modo de unidad familiar y otorgarles derechos de adopción, derecho a percibir la pensión de viudedad, a disfrutar de la cobertura sanitaria del otro y, en resumen, equiparar los derechos a los derivados del matrimonio; pero dándoles una denominación específica, para mantener el respeto a la familia tradicional, como el marco ideal para el cuidado de los hijos y otras formas, igual de respetables; pero que son otra cosa y no son ni quieren ser matrimonio.

Para una vez que la Iglesia apoya a la mujer, va la indocumentada de turno y mete la pata. ¡Vaya tropa!

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