14/1/11

El discurso de Obama

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Barak Obama pronunció el pasado miércoles, día 11 un discurso en el memorial por las víctimas de la matanza de Tucson.

Hubo dos ideas en su mensaje: honrar a las víctimas, pincelar de forma breve, no por ello menos expresiva, la vida, la personalidad y las razones por las que acudieron al lugar de la matanza aquel día y los gestos de heroísmo que protagonizaron los que protegieron la vida de otros, poniendo en peligro la suya, bien intentando ejercer de escudo, bien reduciendo al asesino e impidiendo que recargara el arma.

La segunda idea fue un mensaje de descalificación a los que intentan que esta tragedia, la muerte o heridas de estas personas, sean un arma en la contienda política. 

Me he sentido tan conmovida que creo que no debo añadir nada. Aquí les dejo el texto de su discurso:

Discurso del Presidente Obama en Tucson (Arizona)

"A las familias de los que hemos perdido; a todos sus amigos; a los estudiantes de esta universidad; los funcionarios públicos congregados aquí y a los residentes de Tucson y de Arizona: He venido esta noche como estadounidense que, como todos los estadounidenses, se arrodilla a rezar con vosotros hoy, y estará a vuestro lado mañana.
No tengo palabras para llenar el vacío repentino de vuestros corazones. Pero debéis tener presente lo siguiente: las esperanzas de una nación están presentes aquí, esta noche. Estamos de luto con vosotros por los ausentes. Nos unimos a vuestra pena. Sumamos a la vuesta nuestra fe en que la congresista Gabrielle Giffords y las otras víctimas que sobrevivieron a esta tragedia se recuperarán.
Las Escrituras nos dicen:
Hay un río cuyos brazos alegran la ciudad de Dios,
la más santa morada del Altísimo.
Dios está en ella, nunca caerá;
Él la socorrerá al despuntar la aurora.
La mañana del sábado, Gabby, su equipo y muchos de sus electores se reunieron en el exterior de un supermercado para ejercer sus derechos de reunión pacífica y de libre expresión. Estaban poniendo en práctica un principio fundamental de la democracia vislumbrado por nuestros fundadores: representantes del pueblo que responden a sus electores, para así llevar sus inquietudes a la capital de nuestro país. Gabby lo llamaba «El Congreso en su esquina» (Congress on Your Corner), una simple versión moderna del gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.
Y esa escena típicamente americana, esa fue la escena que las balas del asesino hicieron añicos. Y las personas que perdieron la vida el sábado también representaban lo mejor de nosotros y lo mejor de Estados Unidos.
El juez John Roll estuvo al servicio de nuestro sistema legal durante poco menos de 40 años. El juez Roll, graduado en esta Universidad en su Facultad de Derecho, fue recomendado para el Tribunal Federal por John McCain hace 20 años, nombrado por el presidente George H.W. Bush y llegó a ser el presidente del Tribunal Federal de Arizona. Sus colegas lo describieron como el más dedicado juez del Noveno Distrito. Acababa de ir a misa, como hacía todos los días, cuando decidió pasar a saludar a su congresista. John deja a su querida esposa, Maureen, sus tres hijos y sus cinco hermosos nietos.
George y Dorothy Morris —a quien sus amigos llamaban “Dot”— se hicieron novios en la secundaria, se casaron y tuvieron dos hijas. Todo lo hacían juntos, recorrían las carreteras en su vehículo de recreo, disfrutando lo que sus amigos describían como una luna de miel que había durado 50 años. La mañana del sábado pasaron por Safeway para escuchar hablar a su congresista. Cuando comenzó el tiroteo, George, ex infante de Marina, trató instintivamente de proteger a su esposa. Ambos fueron heridos de bala. Dot falleció.
Phyllis Schneck, oriunda de Nueva Jersey, se jubiló en Tucson para escapar de la nieve. Pero en el verano regresaba al este, donde su vida giraba en torno de sus tres hijos, siete nietos y una bisnieta de dos años. Era una hábil tejedora de mantas y a menudo trabajaba bajo su árbol favorito o a veces cosía delantales con los logotipos de los Jets y Giants, para donar los ingresos a la iglesia en la que trabajaba como voluntaria. A pesar de ser republicana, simpatizaba con Gabby y quería llegar a conocerla mejor.
Dorwan y Mavy Stoddard crecieron juntos en Tucson hace aproximadamente 70 años. Se mudaron lejos y cada uno tuvo su propia familia, pero después de que ambos enviudaron, terminaron de nuevo aquí, «para volver a ser novios», como lo expresó una de las hijas de Mavy. Cuando no estaban viajando en su casa rodante, se les podía encontrar aquí cerca, ayudando a la gente necesitada en la Iglesia de Jesucristo en la Mountain Avenue. Dorwan, albañil jubilado, pasaba su tiempo libre haciendo arreglos en la iglesia con su perro, Tux. Su acto final de altruismo fue arrojarse sobre su esposa y sacrificar la vida por la de ella.
Todo lo que hacía Gabe Zimmerman, lo hacía con fervor. Pero su verdadera pasión era ayudar a la gente. Como director de asuntos externos de Gabby, se tomaba a pecho la atención de miles de sus electores, asegurándose de que las personas mayores recibieran los beneficios de Medicare a los que tenían derecho, que los veteranos recibieran las medallas y atención que merecían y que el gobierno atendiera las necesidades de la gente común y corriente. Falleció haciendo lo que le encantaba hacer: hablar con la gente y ver la manera de ayudar. Gabe deja a sus padres, Ross y Emily, su hermano, Ben, y su novia, Kelly, con quien planeaba casarse el próximo año.
Y también estaba Christina Taylor Green, de nueve años. Christina era una estudiante sobresaliente, bailarina, gimnasta y nadadora. Decidió que quería ser la primera jugadora de beisbol de las Ligas Mayores y puesto que era la única niña en su equipo de las Pequeñas Ligas, nadie lo dudaba. Demostraba un amor por la vida poco común entre las niñas de su edad. Le recordaba a su madre, «Estamos colmados de bendiciones. Nuestra vida es estupenda».Y compartía con otros esas bendiciones participando en una obra benéfica que ayudaba a niños menos afortunados.
La repentina muerte de todos ellos nos rompe el corazón. Tenemos el alma hecha pedazos; y sin embargo también tenemos motivo para sentir consuelo.
Se nos llena el corazón de esperanza y agradecimiento por los 13 americanos que sobrevivieron al tiroteo, entre ellos la congresista a la que muchos de ellos acudieron a ver el sábado. Acabo de regresar del Hospital Médico Universitario, apenas a una milla de aquí, donde nuestra amiga Gabby lucha valientemente para recuperarse en este preciso momento. Y les quiero decir -su esposo Mark está presente y me ha permitido compartir esto con ustedes- justo después de que fuimos a visitarla, pocos minutos luego de que dejamos su sala de recuperación, y algunos de sus colegas del Congreso estaban con ella en esa sala, Gabby abrió los ojos por primera vez.
Gabby abrió los ojos por primera vez.
Gabby abrió sus ojos. Gabby abrió sus ojos, así que les puedo decir que sabe que estamos aquí. Sabe que la amamos. Y sabe que la apoyaremos en el transcurso de lo que sin duda será una travesía difícil. La estamos apoyando.
Tenemos el corazón lleno de gratitud por esa buena noticia, y tenemos el corazón lleno de gratitud por quienes salvaron a otros. Le agradecemos a Daniel Hernández, voluntario en la oficina de Gabby. Y Daniel, lo siento, lo puedes negar, pero hemos decidido que eres un héroe porque en medio del caos acudiste corriendo a socorrer a tu jefa, para ocuparte de sus heridas a fin de ayudar a mantenerla viva.
Estamos agradecidos a los hombres que derribaron al asesino cuando este se detuvo a recargar su arma.
Ahí mismo están.
Estamos agradecidos a una mujer menuda, Patricia Maisch, de 61 años, que le arrebató las municiones al asesino e, indudablemente, salvó varias vidas.
Y estamos agradecidos a los médicos y enfermeros y socorristas que hicieron maravillas para atender a los heridos. Estamos agradecidos a ellos.
Estos hombres y mujeres nos recuerdan que el heroísmo no sólo se encuentra en los campos de batalla. Nos recuerdan que el heroísmo no requiere ni capacitación ni fuerzas especiales. El heroísmo está aquí, alrededor de nosotros, en el corazón de muchos de nuestros conciudadanos, que nos rodean, listos para responder como sucedió la mañana del sábado.
Sus actos y su altruismo también representan un desafío para cada uno de nosotros. Hacen que nos preguntemos lo que se requiere de nosotros en el futuro, aparte de oraciones y manifestaciones de interés.
¿Cómo podemos rendirles homenaje a los caídos? ¿Cómo podemos ser fieles a su memoria?
¿Ven? Cuando sucede una tragedia como esta, es natural exigir explicaciones, tratar de imponer cierto orden en medio del caos y encontrarle sentido a lo que parece que no lo tiene. Ya hemos visto el inicio de un diálogo nacional, no solo sobre las motivaciones de esta matanza, sino todo tipo de temas, desde los aspectos positivos de las leyes sobre la seguridad de las armas hasta la calidad de nuestro sistema de salud mental. Y gran parte de este proceso, del debate sobre lo que se podría hacer para evitar tragedias tales en el futuro, es un ingrediente esencial del ejercicio de autogobierno.
Pero en tiempos en los que nuestro discurso ha pasado a estar tan polarizado, tiempos en los que estamos demasiado deseosos de echarles la culpa de todos los problemas del mundo a quienes discrepan con nosotros, es importante que hagamos una pausa por un momento y nos aseguremos de estar hablando los unos con los otros de una manera conciliadora, no de forma hiriente.
La Biblia nos dice que hay maldad en el mundo y que suceden cosas terribles por motivos que no logramos comprender. En las palabras de Job, «cuando esperaba la luz, vino la oscuridad». Suceden cosas malas y debemos estar en guardia contra  explicaciones simplistas con posterioridad a la tragedia.
Lo cierto es que ninguno de nosotros puede saber con exactitud qué provocó este ataque despiadado. Ninguno de nosotros puede saber con certeza alguna qué podría haber evitado que se dispararan esos tiros ni qué merodeaba en lo más recóndito de la mente de un hombre violento.
En consecuencia: sí, debemos examinar todos los hechos que están tras esta tragedia. No podemos y no permaneceremos pasivos ante tal violencia. Debemos estar dispuestos a cuestionar  lo que dábamos por supuesto para disminuir la posibilidad de semejante violencia en el futuro.
Pero lo que no podemos hacer es usar esta tragedia como otra ocasión más para atacarnos los unos a los otros. Eso no lo podemos hacer. Eso no lo podemos hacer.
Cada uno de nosotros debe tratar estos asuntos con una buena dosis de humildad. En vez de acusar o culpar, aprovechemos esta ocasión para ampliar nuestra imaginación moral, escucharnos unos a los otros más detenidamente, agudizar nuestro instinto de empatía y acordarnos de todas las esperanzas y sueños que tenemos en común.
Antes que ninguna otra cosa, eso es lo que hacemos, en la mayoría de los casos, cuando perdemos a un familiar, especialmente si sucede inesperadamente. Vemos sacudidas nuestras rutinas y nos vemos forzados a la introspección. Reflexionamos sobre el pasado. ¿Pasamos suficiente tiempo con un padre anciano?, nos preguntamos. ¿Expresamos nuestra gratitud por todos los sacrificios que hicieron por nosotros? ¿Le dijimos a nuestro cónyuge cuánto lo queríamos, no solo de vez en cuando, sino todos los días?
Así pues, las pérdidas repentinas nos llevan a analizar el pasado, pero también a reflexionar sobre el presente y el futuro, sobre la forma en que orientamos nuestra vida y alimentamos nuestra relación con aquellos que aún nos acompañan. Es posible que nos preguntemos si les hemos mostrado suficiente bondad, generosidad y compasión a quienes nos rodean. Quizá cuestionemos si estamos haciendo lo correcto con nuestros hijos o nuestra comunidad, si nuestras prioridades son correctas.
Reconocemos nuestra propia mortalidad y recordamos que en el corto transcurso de nuestra vida, lo que importa no es la riqueza, el estatus, el poder ni la fama, sino cuánto hemos amado y el granito de arena que hayamos puesto para contribuir a mejorar la vida de otros.
Y ese proceso, ese proceso de reflexión destinado a asegurarnos de que nuestros actos vayan a la par de nuestros valores,  yo creo que es lo que requiere una tragedia como esta.
Porque quienes resultaron heridos y quienes murieron son parte de nuestra familia, la gran familia de 300 millones de estadounidenses. Tal vez no los conocíamos personalmente, pero con toda certeza nos vemos reflejados en ellos: En George y Dot, en Dorwan y Mavy, sentimos el amor absoluto que tenemos por nuestro esposo, esposa o nuestra pareja de toda la vida. Phyllis es nuestra madre o abuela; Gabe es nuestro hermano o hijo.
En el juez Roll reconocemos no solo al hombre que valoraba a su familia y hacía bien su trabajo, sino al hombre que encarnaba la lealtad estadounidense por la ley.
Y en Gabby… En Gabby vemos el reflejo de nuestro espíritu cívico, ese deseo de participar en el proceso algunas veces frustrante, algunas veces contencioso pero siempre necesario e interminable para forjar un país mejor.
Y en Christina… En Christina vemos a todos nuestros hijos, tan llenos de curiosidad, confianza, energía y encanto, tan merecedores de nuestro amor.
Y tan merecedores de nuestro buen ejemplo. Si esta tragedia inspira reflexión y debate, como debería, asegurémonos de que sean merecedores de aquellos a quienes hemos perdido. Asegurémonos de que no esté en el plano usual de la politiquería por ganar puntos, por pequeñeces, que se olvidan en la siguiente edición de noticias.
La pérdida de esta gente maravillosa debería hacer que cada uno de nosotros procure ser mejor en su vida privada; ser mejores amigos y vecinos, colegas y padres. Y si, como se dijo en días recientes, estas muertes ayudan a llevar más moderación al debate político, recordemos que no es porque la simple falta de moderación fue causa de esta tragedia, no fue así, sino porque solo un debate público más honesto y moderado puede ayudarnos a enfrentar nuestros desafíos como nación de la manera en que ellos se sentirían orgullosos.
Y debemos ser respetuosos porque queremos estar a la altura del ejemplo de funcionarios públicos como John Roll y Gabby Giffords, que supieron que primero y por encima de todo, todos somos estadounidenses y que podemos cuestionar las ideas de otros sin cuestionar su patriotismo, y que nuestro deber, al trabajar juntos, es agrandar constantemente el círculo que protegemos para que les leguemos el Sueño Americano a generaciones futuras.
Ellos creían, creían, y yo creo que podemos ser mejores. Quienes murieron aquí, quienes salvaron vidas aquí han ayudado a convencerme de esto. Puede que no podamos detener la maldad en el mundo, pero sé que la manera en que nos tratamos unos a los otros depende de nosotros mismos. Creo que aun con todas nuestras imperfecciones, estamos llenos de bondad y decencia, y que las fuerzas que nos dividen no son tan poderosas como las que nos unen.
Estoy convencido de ello, en parte, porque una niña como Christina Taylor Green estaba convencida de eso. Imaginen por un momento: era una niña que apenas empezaba a conocer nuestra democracia, apenas empezaba a comprender las obligaciones de la ciudadanía, apenas empezaba a vislumbrar el hecho de que algún día ella también podría desempeñar un papel en forjar el futuro de su país.
La habían elegido para el consejo estudiantil, pensaba que el servicio público era algo emocionante, algo que la llenaba de esperanza. Había ido a conocer a su congresista, alguien que tenía la certeza que era buena e importante, y tal vez un modelo a seguir. Vio todo esto con sus ojos de niña, sin el velo de cinismo o animosidad que los adultos con demasiada frecuencia simplemente damos por sentado.
Quiero que nos pongamos a la altura de sus expectativas. Quiero que nuestra democracia sea tan buena como Christina se la imaginó. Quiero que Estados Unidos sea tan bueno como ella se lo imaginó.
Todos nosotros, todos debemos hacer todo lo posible para asegurar que este país esté a la altura de las expectativas de nuestros hijos.
Christina nos llegó el 11 de septiembre del 2001, una de los 50 bebés que nacieron ese día y que figuraron en un libro llamado “Las caras de la esperanza” (Faces of Hope).
A ambos lados de su foto en ese libro había simples deseos para la vida de un niño. «Espero que ayudes a los necesitados», decía uno. «Espero que sepas toda la letra del Himno Nacional y que lo cantes con la mano en el corazón. Espero que saltes en los charcos de lluvia».
Si hay charcos de lluvia en el cielo, Christina está saltando en ellos hoy. Y aquí en esta Tierra, aquí en esta Tierra, ponemos la mano sobre el corazón y prometemos, como estadounidenses, que forjaremos un país que siempre sea merecedor de su alma alegre y gentil.
Que Dios bendiga a quienes perdimos y les dé paz y descanso eterno. Que Su amor y cuidados recaigan sobre los sobrevivientes. Y que Dios bendiga a los Estados Unidos de América.

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