6/1/11

Los Reyes Magos


Tengo la suerte de que la cabalgata pasa bajo mi balcón y puedo disfrutarla cada año desde una posición privilegiada. 

Reconozco que me emociono observando la ilusión de los niños, en especial cuando, tras el desfile de los fastuosos grupos que abren la cabalgata: Aliatar y su séquito, que recoge las últimas cartas, seguido por más príncipes, emires, embajadores, dignatarios de toda índole de ciudades míticas de oriente, de Etiopía, desfilando en palanquines rodantes o montados en airosos caballos; grupos locales ataviados con trajes regionales cabalgando asnos, recoveros con sus ocas y pavos, a veces camellos, este año tres llamas adultas y una joven que seguía a su madre, llega lo esperado. 

La carroza de Melchor corona un tramo, dobla la esquina y los niños gritan eufóricos, entregados, felices de ver al primer Rey Mago y poco a poco, se va acercando ese griterío; me arranca lágrimas furtivas que disimulo en la penumbra y atribuyo a esa explosión de dicha e inocencia.

Es cierto; pero no es sólo eso. Esos gritos me devuelven a mi propia infancia, cuando la visión de los Reyes me sumía en una mezcla de emociones: temor ante lo que se me antojaba sobrenatural, ilusión ante la promesa de regalos, arrobo ante la magia, dicha infinita de ser parte de algo tan parecido a un cuento, que me transportaba a una dimensión de felicidad inimaginable.

Cada año rescato ese pasado remoto,  revivo aquellas emociones olvidadas y disfruto la inocencia como se paladea un milagro: el que me devuelve la creencia en los Reyes Magos que vienen de un Oriente mítico, un lugar que no es de este mundo, para llenar nuestra vida de una ilusión especial.

No traen regalos materiales; pero traen algo más valioso, más importante y más enriquecedor: nos recuerdan que la ilusión es un estado, que la confianza en que algo bueno va a suceder es una fuerza capaz de hacer realidad lo que aguardamos si tenemos suficiente fe. 

Este año, he visto que, aunque se mantiene un nivel de vistosidad más que notable, la comitiva ha sufrido algunos recortes como consecuencia de los tiempos que vivimos; pero ese detalle, en lugar de traer a un plano relevante la angustia del momento, tenía otro significado.

Los malos tiempos son la fuente de la sabiduría. La crisis nos sitúa en los parajes mentales adecuados, nos muestra que la pérdida de referencias, la primacía del tener sobre el ser, la orientación de la vida hacia lo material, lo prescindible, lo innecesario, nos hace daño, nos conduce a la pobreza, a la material que sufrimos hoy; pero sobre todo, a la moral y es la crisis la que nos hace descubrir que las cosas más importantes, los momentos de felicidad, el reencuentro con nosotros mismos, con lo que fuimos, con nuestras tradiciones, incluso con nuestra esencia como individuos, no está en las cosas, no fluye de los depósitos de nuestras cuentas corrientes, no radica en los inmuebles que poseamos o en lo que nos ofrecen las tiendas.

Lo importante es saber que no hay ningún regalo tan satisfactorio como la ilusión, que nada de lo que podamos comprar, por caro y fastuoso que sea, da tanto sentido la vida como ese sentimiento que te impregna en la certeza de que hay algo esperándote en un fragmento de tiempo del futuro; que puede no ser lo que deseas; pero será lo que necesitas.

Ninguna tienda puede vender la emoción que inspira esa figura mítica que  nos conmueve porque se enraíza en nuestra memoria, en la memoria de los que fuimos, de los que fueron antes que nosotros, generación a generación hasta la noche de los tiempos. Es la encarnación de la esperanza, la unión del grupo en torno a los mitos que han hecho que seamos como somos y no de otra manera; la que aglutina al colectivo, eliminando las diferencias y uniéndonos en una emoción compartida.

Es una magia que trasciende al propio grupo, que se contagia, que incorpora lo propio y lo extraño en perfecta armonía por encima de todo constructo humano artificial. 

Hoy vi miembros miembro del cortejo del mítico Reino de Etiopía, que en otro momento serían subsaharianos ajenos a nuestra cultura, para quien la cabalgata de Reyes es algo alejado de sus tradiciones, incluso de su comprensión, pasear su piel de ébano bajo vistosos ropajes y colaborar con entusiasmo parándose con los niños, ayudando a transmitir la magia de la noche de Reyes, impregnados en el espíritu de la fiesta; pero también en una conciencia extraña y conmovedora de que eran un elemento muy relevante en la escena trascendente del mito, en el que se integraban por una antiquísima tradición como parte relevante de una de las más hermosas y ricas tradiciones de nuestra religión: Tres magos de Oriente, uno de ellos negro, vieron una estrella, supieron que había nacido Dios y se pusieron en camino para llevarle sus presentes. 

Esta noche, muchos niños tocaron la ilusión con sus manos porque los miembros del cortejo del Reino mítico de Etiopía entendieron que eran portadores de la magia, que estaban en nuestras tradiciones desde hace muchos siglos y que sus manos de ébano eran la caricia más arrebatadora y deslumbrante que podían desear esas criaturas pálidas que les miraban como  un milagro y estoy segura, porque la entrega a su papel lo demuestra, que ellos supieron que sí, que eran, en ese momento, un milagro.

Que los Reyes sean generosos con todos ustedes colmándoles con esos regalos que no ofrece ningún mercado; pero se encuentran siempre en nuestra esencia, si los cultivamos.

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